JARDINES DE ORIVE
Situado en el barrio de San Andrés, nos encontramos con uno de los primeros espacios verdes del casco histórico de Córdoba desde hace siglos, el cuál podemos ver a lo lejos la torre de la iglesia de San Andrés.Fueron inaugurados en el año 2004, creados a partir de diferentes huertas pertenecientes al Palacio de Villalones, conocido como Palacio de Orive, y a los antiguos huertos del Convento de San Pablo.
Restos Arqueológicos
Como es normal en cualquier excavación en Córdoba, aquí no iba a ser menos, cuando al excavar en esta zona se hallaron restos del Circo Romano de Corduba y un conjunto de casas de época almohade que conservaban decoración en sus muros.PALACIO DE VILLALONES
También conocido como Palacio de Orive, es un antiguo palacio renacentista, construido en el año 1560 por el arquitecto Hernán Ruiz II.
Es el más bello ejemplo de arquitectura civil cordobesa del Renacimiento, que actualmente es sede de la Concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Córdoba.
Leyenda
En este palacio vivía Don Carlos de Unciel, Corregidor de la ciudad. Era viudo y tenía una hija lista, hermosa y obediente, llamada Blanca, que nunca salía sola de casa sin la compañía de su dueña o de su padre.
Con motivo de la Feria de la Fuensanta, padre e hija (que ya tenía 17 años) fueron hasta el santuario para tomar las aguas milagrosas del pocito y rezarle a la Virgen.
En el camino, se les acercó una gitana de siniestro aspecto con la intención de leerle el futuro a Blanca, el cuál la joven le demostró su rechazo y repugnancia y Don Carlos, temiendo un disgusto de su hija, también rechazó con energía a la gitana que, al quedar desairada, farfulló entre dientes: "Ellos pagarán su orgullo con raudales de llanto que la pena les hará verter".
Nadie hizo caso de aquellas palabras, así que volvieron a casa sin tener en cuenta lo que dijo la gitana, como si nada hubiera pasado.
Pasados 3 ó 4 años, llamaron a la puerta de la casa, a altas horas de la noche, unos judíos que venían a quejarse al Corregidor porque nadie les daba posada y pidieron que él les diera cobijo aquella noche, aunque fuera en el portal de su casa. Don Carlos les consintió, y la criada que había abierto la puerta le comentó a Blanca lo extraños que le parecieron aquellos huéspedes.
La curiosidad las empujó a espiarlos por el ojo de la cerradura y, ¿cuál sería su sorpresa?, cuando vieron que, sentados en corro, leían atentamente un libro a la luz de una vela amarilla y que además uno de ellos pasaba muy deprisa las cuentas de un gran rosario que llevaba al cuello.
Se oyó un ruido profundo y raro, el suelo se abrió y dejó a la vista una hermosísima escalera de mármol por la que bajaron los huéspedes que, al cabo de un rato, volvieron a subir acompañados de un joven que traía en las manos un cofre lleno de alhajas.
El desventurado joven, que había sido enterrado en vida con sus riquezas, les suplicó que lo llevara con ellos e hizo promesas y juramentos que de nada le sirvieron. Le obligaron a bajar de nuevo la escalera. Inmediatamente apagaron la vela con la que se alumbraban y, al desaparecer la luz, desapareció también el hoyo que se había abierto en el suelo.
Todo quedó como si nada hubiese ocurrido.
A la mañana siguiente, los judíos dieron las gracias al Corregidor por la generosidad con que los había hospedado, y se marcharon.
Tanto Blanca como su dueña ardían en deseos de conocer el misterio de aquel joven que permanecía prisionero bajo tierra con su fabuloso tesoro. Miraron con atención todas las rendijas, oquedades y fisuras del suelo del portal y nada raro vieron, hasta que la dueña vio esparcidas numerosas gotas de cera desprendida de la vela encendida por los judíos. Las recogieron con cuidado todas y formaron una vela.
Esperaron a la noche y, cuando todos descansaban, bajaron al portal y encendieron la vela. Inmediatamente se abrió el suelo dejando ver la escalera, por la que bajaron las dos con sigilo esperando encontrar al muchacho y los tesoros. No encontraron ni el más mínimo rastro.
Cuando la dueña vio que la vela se consumía echaron a correr hacia la salida, salió la doncella, se apagó la vela, se cerró el suelo, pero Blanca se quedó sepultada. La dueña empezó a gritar, ante tal escándalo acudieron el Corregidor y todos los criados, que estaban asombrados por todo lo sucedido.
Llamaban a Blanca, que respondía con acento de dolor. El Corregidor hizo cientos de excavaciones, el cuál todas fueron inútiles.
Don Carlos pasó el resto de su vida llorando la pérdida de su hija.
Desde entonces, se oyen ruidos extraños, llantos lastimeros, susurros y una sombra misteriosa que recorre por las noches toda la casa.
Era Blanca, que aún vaga por ella.
En la fachada del palacio, sobre la puerta, se encuentra tallado en la piedra un medallón que representa a una mujer con los brazos abiertos. ¿Será el mudo recuerdo a la desaparición de Doña Blanca?
La curiosidad las empujó a espiarlos por el ojo de la cerradura y, ¿cuál sería su sorpresa?, cuando vieron que, sentados en corro, leían atentamente un libro a la luz de una vela amarilla y que además uno de ellos pasaba muy deprisa las cuentas de un gran rosario que llevaba al cuello.
Se oyó un ruido profundo y raro, el suelo se abrió y dejó a la vista una hermosísima escalera de mármol por la que bajaron los huéspedes que, al cabo de un rato, volvieron a subir acompañados de un joven que traía en las manos un cofre lleno de alhajas.
El desventurado joven, que había sido enterrado en vida con sus riquezas, les suplicó que lo llevara con ellos e hizo promesas y juramentos que de nada le sirvieron. Le obligaron a bajar de nuevo la escalera. Inmediatamente apagaron la vela con la que se alumbraban y, al desaparecer la luz, desapareció también el hoyo que se había abierto en el suelo.
Todo quedó como si nada hubiese ocurrido.
A la mañana siguiente, los judíos dieron las gracias al Corregidor por la generosidad con que los había hospedado, y se marcharon.
Tanto Blanca como su dueña ardían en deseos de conocer el misterio de aquel joven que permanecía prisionero bajo tierra con su fabuloso tesoro. Miraron con atención todas las rendijas, oquedades y fisuras del suelo del portal y nada raro vieron, hasta que la dueña vio esparcidas numerosas gotas de cera desprendida de la vela encendida por los judíos. Las recogieron con cuidado todas y formaron una vela.
Esperaron a la noche y, cuando todos descansaban, bajaron al portal y encendieron la vela. Inmediatamente se abrió el suelo dejando ver la escalera, por la que bajaron las dos con sigilo esperando encontrar al muchacho y los tesoros. No encontraron ni el más mínimo rastro.
Cuando la dueña vio que la vela se consumía echaron a correr hacia la salida, salió la doncella, se apagó la vela, se cerró el suelo, pero Blanca se quedó sepultada. La dueña empezó a gritar, ante tal escándalo acudieron el Corregidor y todos los criados, que estaban asombrados por todo lo sucedido.
Llamaban a Blanca, que respondía con acento de dolor. El Corregidor hizo cientos de excavaciones, el cuál todas fueron inútiles.
Don Carlos pasó el resto de su vida llorando la pérdida de su hija.
Desde entonces, se oyen ruidos extraños, llantos lastimeros, susurros y una sombra misteriosa que recorre por las noches toda la casa.
Era Blanca, que aún vaga por ella.
En la fachada del palacio, sobre la puerta, se encuentra tallado en la piedra un medallón que representa a una mujer con los brazos abiertos. ¿Será el mudo recuerdo a la desaparición de Doña Blanca?
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